En un documento recién elaborado a solicitud de la FES-ILDIS y la fBDM intitulado “La política en las calles: La cultura política y sus circunstancias”, me pareció adecuado traer algunas de las reflexiones centrales de la estudiosa del título.
Esta estudiosa, que habría rechazado cualquier filiación feminista, como las etiquetas al uso de conservador/progresista , ha estudiado las dinámicas y orientaciones de dos revoluciones emblemáticas de la modernidad occidental, la norteamericana y la francesa. En efecto, Hannah Arendt (1973) se decanta por la primera por razones que vale la pena presentar brevemente aquí. Los norteamericanos fundadores del nuevo Estado buscan crear instituciones para la libertad, no como los franceses que aspiraban a resolver los problemas de la pobreza, a instalar la igualdad (material). Y no es que no le importe esa dimensión en la vida humana, pero privilegia la dimensión específicamente política que es la más propiamente humana, donde se genera un orden de autoridad que es resultado del actuar en común (poder) y expresa la ley como acuerdos de largo plazo (constitución) . Preservado ese orden, es en el ámbito privado donde se resuelven los asuntos materiales, que ciertamente tiene sus dificultades y desafíos, pero esas prioridades son las que ayudan a comprender cómo el resolver (momentáneamente) las desigualdades materiales –como muchas revoluciones sociales modernas- no garantiza un orden de libertad y más bien devinieron en gobiernos autoritarios. A la inversa, la excepcionalidad norteamericana produjo un orden que perdura en el tiempo y se desarrollo con correcciones y ajustes en un proceso abierto. No hay sociedad con democracia (política) en mediano y largo plazo (medio siglo, ciclo Kondratiev) que no sea próspera económicamente; mientras que las experiencias (inicialmente) igualitarias inevitablemente derivaron en monopolios de poder de los “revolucionarios” y sociedades que implosionan.
Hasta ahí las referencias, que sin embargo quisiera complementar sucintamente aquí. Es una interpretación, creo consistente con su pensamiento, pero de suyo con nuestras actuales preocupaciones. Está claro que para Arendt la dimensión política debe mantener una cierta distancia o especificidad de la economía, por muy importante que esta dimensión sea. Y ello es así (o debe serlo), porque así se preserva aquella como campo donde los hombres se desenvuelven como libres e iguales, sin estar “contaminados” por las desigualdades manifiestas de la economía, el ámbito de la (previsible) escasez, y en ese sentido nunca puede ser el centro de la agenda pública. Las instituciones políticas son condición, entonces, para que esa libertad se proteja y la igualdad ciudadana no sea una retórica. Y ello es posible cuando a diferencia de otras versiones de la política la entienden como una relación de fuerza. Para Arendt, y su a momentos desconcertante definición de poder –inherente a la política-, al ser un actuar en conjunto, no se anula (como la previsible relación de suma cero de la otra versión) sino que es ampliable o expandible por la misma interacción favoreciendo que los concernidos en la relación, en la medida que son parte de ella, refuercen sus condiciones de libertad e igualdad y las sientan como imprescindibles en lo público.
Refs. Bibliográfícas
Arendt, Hannah. 2005. De la historia a la acción. Buenos Aires, Barcelona: Paidós- ICE/ U. A. de Barcelona.
Arendt, Hannah 1973. On Revolution. London, New York: Penguin Books.
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